Ramon Sagués
Son las cuatro de la tarde, un sol abrasador me está deshaciendo y una pista llena de calamina me está torturando. Los desiertos son hermosos pero en su justa medida. Llevo más de 15 días cruzando el desierto del Namib y empiezo a estar empachado de arena, viento y soledad.
Aquí no es fácil encontrar un sitio donde pasar la noche, una alambrada eterna delimita los caminos. Propiedades privadas infinitas.
Detrás de un repecho veo una gran puerta metálica abierta. Al fondo, a unos 500 metros, una granja. Un cartel escrito en afrikaans me advierte de algo, imposible entender de qué.

Me dirijo a la granja. Los ganaderos que poblaron estas tierras son gente amable, amigos de la soledad y acostumbrados a sacar adelante la vida en un entorno hostil. Conocedores de la dificultad de sobrevivir en el medio, siempre están dispuestos a ayudar al viajero. Me acerco a unas construcciones, hay algunas cabras rondando pero ni rastro de ninguna persona. Voy gritando «!Hellooooo!!» Sin demasiado éxito…
Cuando estoy a punto de darme por vencido, alguien abre una puerta. Aparece un hombre con poco pelo y una gran barba blanca, ojos azules y una piel blanca tirando a rosa.
-«Hi, how are you?» -me dice con una gran sonrisa.
Cuando viajas con una bici, el 90% de las conversaciones empiezan siempre por:
-¿De dónde vienes?
-¿A dónde vas?
Casi una formalidad, que luego ya va tomando diferentes caminos.
Le pido si tiene algún sitio donde pueda acampar para pasar la noche. Me muestra un pequeño patio compuesto por dos árboles y suelo de grava. El granjero, como si cada día realizara este trámite, me muestra un grifo de agua y una sencilla construcción de piedra y madera que en su interior alberga un baño con ducha. Con agua fría, claro.
-«It’s drinkable!» -Me dice con un pulgar levantado dirigiendo la mirada hacia un grifo.
Hay una mesa y cuatro sillas a la sombra de un eucalipto. Nos sentamos, y el sin apenas aposentar su culo en la silla, se levanta y va a buscar un par de cervezas.
Aquí el tiempo va a otro ritmo, una vida sin reloj, las agujas són el sol y el horizonte. Hablamos del país, de la granja, de la vida y finalmente del viaje, hasta que sale otra de las preguntas estrella.
-«Why?» -me dice.
-«Why, not? -le respondo.
Después de más de 10 meses viajando, esta pregunta ha sido una de las preguntas más repetidas. Alguien que busca explicación a algo tan ilógico como cruzar un continente a pedales, ¿Por qué no en avión? ¿Por qué no en auto? ¿Por qué no quedarse tranquilo en casa? He intentado responder mil cosas diferentes, con bromas, con filosofía barata, con un silencio… Pero sinceramente, ni yo sé por qué.

Mientras, en el hemisferio norte, en un polígono industrial del área metropolitana de Barcelona, en Ripollet, Juan mira un reloj colgado en la pared mientras piensa: Solo falta media vuelta de la aguja de los minutos para salir de esta jaula.
Juan lleva la mitad de su vida con su mirada metida en la pieza que está transformando un torno, esas piezas que poco a poco se van modelando hasta alcanzar la forma deseada por el ingeniero.
Nueve horas al día, cinco días a la semana, encerrado entre estas cuatro paredes. Sólo interrumpidas por la sirena que marca el desayuno y almuerzo. Aquí son como una familia, todos saben todo de todos, una vida aguantándose, una vida escuchando sólo hablar de fútbol en primera persona.
Tiene 44 años, dos hijas adolescentes que le toca verlas los sábados de 15h a 22h. Pero las niñas son cada vez más mayores y están en esa edad que van cambiando las prioridades, sobre todo un sábado por la tarde.
Su exmujer prefirió al compañero de trabajo en la oficina, él llevaba las uñas limpias, camisa y no olía a taladrina.
Vuelve a sonar la sirena, la aguja marcan las cinco en punto.
Va desfilando hacia el vestuario, un vestuario viejo, sucio, con taquillas metálicas oxidadas y un par de bancos de madera.

Sus compañeros le comentan que si se viene al bar del polígono a hacer unas cervezas. Pero Juan tiene un plan mejor.
-Hoy no, igual otro día… -responde mientras mira de reojo su bici apoyada al lado de su taquilla.
-Cada día igual, ¡Vaya ganas! Con el calor que hace hoy… ¿Por qué volver a casa sudando pudiendo volver en coche con el aire acondicionado a tope? -Le responde el compañero. Juan con una sonrisa pícara le mira. La respuesta sería tan larga que solo serviría para perder el tiempo.
Carga en su mochila el tupper sucio del almuerzo, la ropa sucia, la cartera y las llaves de casa.
Los días son cada día más cortos, a las veinte horas ya anochece, pero suficiente para perderse en su camino hacia casa.
Para ir de Ripollet al barrio del Carmel de Barcelona hay autopistas, carreteras, caminos y hasta senderos. Juan prefiere perderse por las pistas del Vallés con su bici de gravel, evitando tocar asfalto y cruzando Collserola, para luego descender hacia la jungla de cemento con los últimos rayos de sol. Su ratito de cielo de cada día. Su ratito de pensar, de ordenar ideas…
Apoya la bici al lado de la puerta acristalada y saluda al entrar al local con un «Slav!!». Osman es kurdo y vino a Barcelona hace ya 10 años, repartía para Globo y con mucho esfuerzo y más pedaladas consiguió ahorrar lo suficiente para abrir su propio negocio. Un sencillo y pequeño establecimiento de döner kebab en el barrio del Carmel. Osman sin preguntar, le prepara a Juan lo mismo de cada día, un döner de pollo con poco picante y una Cocacola.

Juan no tiene prisa para llegar a casa, nadie le espera allí. Tiene las endorfinas dando saltos en su interior y el hambre causada después de pedalear durante tres horas. La combinación perfecta para que un simple döner se convierta en una delicatessen difícil de superar.
Siempre se queda hipnotizado con el televisor, el canal Kurdmax TV, videoclips cutres pero con esa animada música kurda y hombres bailando agarrados de las manos y moviendo un pañuelo.
Su mente se traslada hacia allí, se imagina a él bailando en ese festival de la felicidad.
Ramón el electricista que a veces viene a reparar las máquinas en el taller, fue hasta allí en bicicleta. Cada vez que viene, Juan le interroga con sus mil dudas. Ramón solo le habla de lo fantástico que es todo allí, le anima que vaya, que va a flipar, a Juan se le ilumina la mirada…
Juan sentado en esa mesa, las manos sucias de salsa y la boca llena de carne de dudosa procedencia, solo puede pensar en una cosa.
¿Y por qué, no?

Ramon Sagués
Ramon Sagués lleva tota la vida en bici y cuando se propone algo va “a fondo” a por ello, siempre con máxima implicación. Ramon no solo ha llevado un dorsal en las mejores carreras del mundo, sino que también está recorriéndolo, vinculando su filosofía de vida con lo que nos apasiona a todos, la bici. Hijo pequeño de Dolors y Agustí, del barrio de Sant Andreu de Barcelona, ha competido al máximo nivel internacional en MTB y viajado por Cuba, Perú, Bolivia… El resto, lo podéis descubrir en sus redes.