Rutina

Ramon Sagués

Se gira de repente, me mira, lo miro… los segundos parecen minutos. No aparta la mirada, lo tengo a menos de 20 metros. Abre sus enormes orejas… Intento recordar que hay que hacer ante el ataque de un elefante. No recuerdo nada… 

La única solución que me viene a la cabeza es darme la vuelta, aunque si me persigue me va a atrapar en un segundo. Hago el movimiento de girar, el hace el amago de venir. Pero de repente, arranca a correr en dirección contraria. Uffff… En que poco se puede complicar un día que apenas ha empezado.

No hace falta despertador cuando duermes en una tienda de campaña. Los primeros rayos de sol actúan como esos malditos pitidos en el teléfono. Los últimos días han sido tranquilos, acampado en un camping a orillas del río Luangwa. Sin más preocupación diaria que recorrer los 6 kilómetros hasta el pueblo para comprar comida y pasar el resto del día observando los hipopótamos y elefantes en sus quehaceres diarios. 

El sonido del hornillo de gasolina es ensordecedor, un ruido que se acaba convirtiendo en melodía, una melodia de un musical donde yo voy realizando una coreografía mientras voy desmontando todo mi campamento. De mientras, el agua va hirviendo para preparar mi desayuno. 

Kakumi es un pequeño pueblo situado en el parque Nacional de Luangwa, un destino cada vez más turístico. Ya con varios «lodge» de lujo, donde sirven como campo base de safaris. Para mí, ha significado un pequeño oasis, un sitio donde descansar de una ruta -un poco salvaje- siguiendo el río Luangwa. 

Después de 4 días parado, la bici, se nota más pesada, más torpe. La pista rota y llena de arena no ayuda, así que mejor esquivar las ideas negativas y centrarme en no pisar ningún excremento de elefante. 

El parque nacional de Luangwa -situado al este de Zambia- sigue el río que le da su nombre. Por estas latitudes ya de sabana, donde hay agua, hay vida y aquí hay mucha vida… Elefantes, hipopótamos, leones, zebras, impalas y así hasta completar todo el zoo. Básicamente viven en el interior del parque, pero los animales no entienden de parques y aún menos si no están delimitados ni por un triste alambre. 

En una de los «Gates» del parque me avisan por enésima vez: 

-«Caution with the elephants!» 

No acaban de entender razón de porque estoy allí «solo» con una bicicleta. Apenas después de quinientos metros de dejar el «gate», el encuentro con el elefante. 

El corazón acelerado y esa extraña sensación de no saber si has tenido suerte o solo ha sido una advertencia. 

Tengo apuntado que en veinte quilómetros hay un «lodge» donde es posible acampar. Aún con el susto en el cuerpo, los quilómetros hasta allí se hacen eternos. Es un sitio al borde del río. El propietario, un escocés ya jubilado, ha construido unas pequeñas cabañas con vistas al río, o sea, con vistas a los animales. Es el típico sitio para turistas blancos de safari. 

-¿Para acampar?- Le pregunto al escocés.. 

-Son 20 dólares… Me responde sin pensarlo ni un segundo. 

No puedo disimular una sonrisa, un precio excesivo que no pienso pagar para acampar entre moscas tse-tse.

Estos son los momentos de la vida que alguien acaba tomando la decisión por ti. En un segundo ya no me apetece quedarme allí. 

Me acaba rebajando a 10 dólares pero la decisión ya está tomada. 

-No hay nada en 100 kilómetros… -Me advierte el escocés. 

Le comento que ya me buscaré la vida como cada día desde hace 8 meses. 

La pista no mejora, casi diría que empeora. El avanzar es lento, pero por lo menos, van desapareciendo los excrementos de elefantes y van apareciendo pequeñas comunidades. Son sitios sencillos, de construcciones circulares de barro con techo de paja, rodeadas con un «alambrado» de ramas de acacia y sin ganado. 

En uno de estos asentamientos, encuentro un pozo con una bomba de agua. Dispone de una palanca que con un movimiento alterno arriba y abajo, en pocos segundos sale el agua por un caño metálico. 

Empiezo a mover la palanca y el agua empieza a salir. No es tarea fácil bombear y aguantar la botella por el caño. Ya conocedores de este problema, la familia de la choza adyacente mandan al niño a ayudarme. 

El pequeño, de apenas 8 años, con una camiseta de Spiderman destruida se pone a bombear sin decir nada. Llenar así 8 litros de agua repartidos en 6 botellas, es tarea fácil. Una vez terminado, rebusco en mis bolsillos un par de caramelos y le doy al niño como pago por su trabajo. Se va dando saltos hacia su casa de arcilla. 

El niño fan de Spiderman y su familia se despiden de mi. Yo sigo mi camino, ahora 8 kg más pesado. 

De repente aparece de la nada un espejismo. Una construcción rectangular de chapa metálica que actúa de tienda de comestibles. En el interior un mostrador y detrás unas estanterías con los pocos productos que tienen. Escoger es difícil. No por la gran variedad sinó porque hay que señalar lo que uno quiere a más de dos metros de distancia. 

No hay electricidad en muchos kilómetros a la redonda, pero una placa solar alimenta la nevera de la tienda. Una bebida fresca y unas galletas se convierten en una delicatessen difícil de superar. 

Delante de la tienda hay un árbol con buena sombra, debajo sentados en un banco de madera hay algunos vecinos. 

Entre ellos un militar, cerca tienen un campamento para prácticas militares. Es de Lusaka -la capital- pero destinado en este rincón de mundo. 

Como en cualquier rincón de mundo, un: ¿De donde vienes?, ¿Donde vas? ¿Barcelona o Real Madrid?… Sirve para empezar una conversación. 

-Tranquilo, por aquí ya «casi» no hay elefantes y los leones solo atacan de noche. – me dice intentandome tranquilizar. No le digo nada de mis intenciones de acampar… Después de esto, entiendo que aún me quedan más quilómetros para hacer si quiero acampar. 

En estos momentos del día y del viaje, donde el cuerpo ya está acostumbrado a pedalear muchas horas cada día, día tras día, kilómetro tras kilómetro, consigo una especie de momento Zen, un separar el cuerpo de la mente. El cuerpo en posición de piloto automático va moviendo las piernas a ritmo, cambiando de velocidad sin pensar, frenando cuando toca. Por otro lado va la mente, totalmente ajena a cualquier sufrimiento, cansancio, mal pensamiento. En una oreja un auricular con un programa de radio, un podcast o música. El otro lado del cerebro pensando en mis cosas ordenando mis ideas, mis pensamientos o lo que escucho por la otra oreja. Un momento mágico, supongo que debe ser lo más parecido a la meditación para gente que le cuesta estar quieta. 

En ese estado van pasando las horas, el sol va bajando. Cruzando pequeños pueblos, sabana, subidas bajadas…. Creando un film con un banda sonora perfecta que entra por mis sentidos. 

Un grito de «Muzungu» me despierta de mi sueño. Es un pueblo relativamente grande. El sol ya poniéndose, la gente aprovecha esos momentos para salir a la calle. Motos arriba y abajo actuando de taxi, manadas de niños sobreexcitados corren arriba y abajo intentando consumir esa energía de tantas horas sentados en una aula aprendiendo cosas que en muchos casos no les interesan. Mujeres y niñas cargando garrafas llenas de agua y señores mayores que aparentan mas edad que la que tienen sentados en círculo debatiendo los problemas del día día. Con tanta vida es evidente que he dejado la fauna salvaje atrás. 

La vuelta a la «normalidad» me recuerda que solo queda una hora para anochecer y yo ya llevo todo el día pedaleando. Es momento de buscar un sitio donde acampar… Buscar donde acampar se puede convertir en un arte, encontrar el sitio perfecto, tranquilo y con sombra donde pasar la noche sin dejar rastro. 

Con el tiempo y después de muchas acampadas vas creando una intuición para dar con el sitio casi perfecto. 

Dejo el pueblo atrás por una pista con constantes subidas y bajadas. La vegetación se ha vuelto más cerrada con algunos arboles. Es el momento de girar a la derecha y desaparecer entre los arbustos. 

El suelo es arena blanda, impossible de pedalear. El avance es lento, empujar por arena una bici cargada es una experiencia que es mejor no tener que experimentar nunca. Atrás voy dejando el rastro de mi neumático, si alguien me quiere encontrar no le va a costar demasiado. 

Por si acaso, busco alguna zona con suelo más duro. Una zona de barro seco, que en temporada de lluvias sería una trampa, me sirve para que se pierda mi rastro. 

La elección es fácil, todo es llano y relativamente abierto. Escojo un árbol al azar y empiezo a desplegar mi casa. Parece increíble que en 60 litros de capacidad pueda entrar una casa. Una rutina de unos 30 minutos, de movimientos automatizados, sin necesidad de ni pensar, acaban convirtiendo un rincón en medio de la nada en un pequeño hogar. 

Desmontar bolsas, montar tienda, hinchar colchoneta, montar sillita ultralight y montar hornillo y cocina. 

Viajar en bici no sólo es pedalear. Son muchas otras cosas. Una de ellas es disfrutar de la vida silvestre, incluso salvaje. Fundirte en la naturaleza. Un desaparecer entre la maleza, supongo, buscando un poco esa manera de vivir de nuestros ancestros. Un vivir con la luz solar, una luz que poco a poca va menguando, regalando una puesta de sol espectacular. Un aprovechar esa luna creciente, para ni tan solo usar el frontal para entrar en la tienda. Dos metros cuadrados que la mente ya siente como casa. Una casa de tela, sin apenas protección pero que inconscientemente el cuerpo se relaja, desconecta y gracias a la memoria selectiva convierte todo lo vivido en el día, en más ganas de seguir al día siguiente.

Una memoria selectiva que quizá, ya haya modificado mi memoria más inmediata, recordando estas últimas horas, escribiendo estos apuntes quizá un poco más optimistas. Una memoria selectiva que actúa como resiliencia, adaptándome a este entorno -a veces hostil, convirtiéndolo en una vida fascinante en lo que visto desde otro punto de vista, en una vida miserable. 

Pero, de momento, después de pasar algunas páginas en el Kindle, mis ojos se van cerrando, esperando que mi instinto de que por aquí ya no hay animales salvajes, haga que mañana sea un nuevo y apasionante día de ciclismo y vida.

Ramon Sagués

Ramon Sagués lleva tota la vida en bici y cuando se propone algo va “a fondo” a por ello, siempre con máxima implicación. Ramon no solo ha llevado un dorsal en las mejores carreras del mundo, sino que también está recorriéndolo, vinculando su filosofía de vida con lo que nos apasiona a todos, la bici. Hijo pequeño de Dolors y Agustí, del barrio de Sant Andreu de Barcelona, ha competido al máximo nivel internacional en MTB y viajado por Cuba, Perú, Bolivia… El resto, lo podéis descubrir en sus redes.

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